Traemos a esta sección los tres relatos ganadores del I Certamen LGTBQ+ de relatos cortos “Camaleón con historia 2021” cuya temática ha sido El Pasaje Begoña y la Gran Redada de 1971.
Han participado 33 relatos cortos de todos puntos de España. El certamen ha estado organizado por la Asociación ROMA de Rota (Cádiz) y ha contado con la colaboración de la Asociación Pasaje Begoña.
EN UN MUNDO NUEVO
Jesús Jiménez Reinaldo
En la televisión daban una película clásica, de la era dorada de Hollywood. La artista, una mujer deslumbrante y llena de encanto, muy rica pero a la que se le intuía un pasado turbio, planeaba concienzudamente el asesinato de su marido. Lo arriesgaba todo a una carta, no se podía fiar de nadie.
En ese momento sonó el teléfono. Le fastidió tener que levantarse a cogerlo: era la noche libre de la doméstica y el cónyuge, al que ella llamaba irónicamente “el santo”, aún no había vuelto de la partida de mus con los amigotes.
—¿Dígame?
La voz al otro lado del auricular sonó solemne, con esa gravedad que suele anticipar una mala noticia.
—Lo siento, mi esposo está ausente. Si quiere, puede llamarlo un poco más tarde. O dejar su número para que sea él mismo quien se encargue de telefonearle.
Sus explicaciones parecieron no convencer del todo al individuo, que se interesó por ella y por la relación que mantenía con el hombre de la casa. Se sintió incómoda. ¿Por qué tenía que responder a preguntas impertinentes, tan fuera del tono de sus relaciones sociales? Se hartó, pensando en qué haría en esas circunstancias la heroína asesina del largometraje, y colgó el auricular con alivio, casi con despecho. Se dispuso, sentada en su butacón favorito, a dejarse envolver por la trama del suspense, confiando en que la protagonista fuera capaz de desarrollar sus planes y salir indemne del crimen. Pero el teléfono volvió a sonar.
—¿Por quién pregunta? —fue la instintiva respuesta defensiva que pudo articular. — Escúcheme, mi marido no está y yo no tengo tiempo ahora mismo para atenderle. Llámele más tarde.
Pero el tono de la voz había cambiado. Ya no era tan punzante, tan agresivo, y trató de calmarla con unas palabras breves, certeras.
—No, nuestro hijo tampoco está. ¿Es que le ha pasado algo…?
—No se alarme, está bien. Pero necesitamos que el cabeza de familia se persone a recogerlo en la comisaría de Torremolinos, donde está retenido por escándalo público y resistencia a la autoridad.
—Si mi hijo está estudiando en la Universidad de Granada y a punto de regresar a Madrid de vacaciones escolares…
—Mire, señora, está claro que su hijo se dedica a algo más que a sobar librotes en la facultad. Cuando vengan, les quedará claro a lo que se dedica lejos de casa.
Dos horas después, el maridísimo, se diría que bastante bebido, y ella misma salían de la capital, por la carretera de Andalucía, en busca del vástago descarriado. Su santo tenía un humor de perros y ella conservaba en la retina aquella mirada triunfadora con que la actriz desafiaba a la pantalla al abandonar América en un barco rumbo a las Bahamas cuando al fin era libre. El suyo fue un viaje penoso, en el que ninguno de los dos dijo lo que pensaba y mucho menos lo que ya sabía.
A las ocho y medio estaban en la puerta de la comisaría de Torremolinos, molidos como perros y bastante desencajados, sin paciencia para recibir con amabilidad una comunicación adversa. El policía de la puerta les acompañó hasta el despacho del jefe y les franqueó la puerta ante la mirada atónita de unas veinte personas que estaban sentadas en la sala, tal vez con la intención de ser recibidas también.
El comisario se levantó, servilmente:
—Señor ministro, ¿cómo está usted? Lamento mucho el incidente.
—Muchas gracias. Le ruego brevedad y que no trate de aplicar paños calientes. Tanto mi mujer como yo conocemos a nuestro hijo y nos hacemos cargo de la situación, que lógicamente también lamentamos. Usted naturalmente comprende que algunos jóvenes se dejan contaminar por, digamos, las manzanas podridas de nuestro tiempo y que debemos separarlos drásticamente de tales compañías. Yo me encargaré de eso, señor comisario, y usted de que no se vincule mi nombre a este desagradable asunto.
Durante la vuelta, los tres se mantenían en silencio, algo a lo que estaban acostumbrados en su convivencia. Cuando el padre trataba de censurar el comportamiento del hijo, se veía cortado rápidamente por su esposa. Por su parte, el hijo miraba por la ventanilla del coche oficial, mientras frente a él se extendía un infinito campo amarillo y pardo.
—Al menos, podrías darnos las gracias por preocuparnos y sacarte de ese nido de ratas, ¿no te parece?
—Mira, es mejor que lo dejes en paz. Aquí cada cual tiene su cruz y la lleva a cuestas como puede. ¿O es que tú has elegido ser como eres? —le inquirió su mujer.
—¿A qué te refieres? Creo que no te comprendo…
—Lo sabes muy bien y también lo sabe todo Madrid. Más de una amiguita tuya ha tenido un piso en el barrio de la Concepción a cargo del presupuesto de tu ministerio y son muchas las noches que juegas al mus con tus entretenidas, ¿no? Eso por no hablar de tu hermano Bruno, al que has tenido que liberar más de una docena de veces por su extremada cercanía a chicos menores de los que hacen Almirante o el paseo de Recoletos.
—Estas no son conversaciones para tener delante del chico. No le pueden hacer ningún bien, ¿no crees?
La madre, que en ese momento más que mujer se sintió progenitora, no estuvo de acuerdo, como casi siempre. Aunque ya se había acostumbrado a callar y a maquinar en silencio, dispuesta a sobrevivir en un mundo de hombres sin escrúpulos, esa vez se sintió subversiva e incluso capaz de cometer un crimen:
—No, no creo. En tu gobierno hay tres como tu hijo, doce que como tú mantienen una querida a espaldas de su mujer, y uno muy destacado que hasta fue elegido Miss por su tropa en el cuartel. Así que menos lobos, que ya nos conocemos todos y no hace falta tirar más de la manta.
Los tres callaron definitivamente. Karina interpretaba la canción de moda, “En un mundo nuevo”, en la radio del coche.
EL ÚLTIMO QUE QUEDA
Fuad Gonzalo Chacón Tapias
Soy el último que queda, el superviviente final de esta pugna perenne contra el odio. Con mis ojos fluorescentes veo el ascenso por el patíbulo vertical de mi verdugo, rechoncho y bigotudo, fotocopia humana de los otros exterminadores que acabaron con mis compañeros. Empuña su arma, aquel alicate fulminante que usará para arrancarme el alma con siete torciones letales de su rolliza muñeca. Empieza la ejecución. Mientras el humo de su cigarrillo se eleva, mis tuercas van cayendo como casquillos que rebotan con un clank ahogado que se apaga en complicidad con la gravedad. El flujo espeso y frío de la luz se escurre a través de las heridas mortales que me inflige y yo, en una intermitencia de sombras, empiezo a morir.
Mi triste final se definió aquí mismo, aunque no hoy ni tampoco por él, sino años atrás, aquel jueves para olvidar que todo el mundo recuerda. Era una noche caliente y vaporosa en la que la bulla flotaba sobre la humanidad de los cuerpos en volutas que se mezclaban con el humo de sus existencias. Era imposible distinguir nada entre aquella maraña de mesas, risas, música y alegría. En ese momento, como casi cada noche desde que me conectaron, todos los comensales eran una sola entidad, un ente festivo y febril con la misión infatigable de robarle horas al alba en una búsqueda angustiosa por alargar la vida más allá de los confines cósmicos del tiempo.
Aquí arriba, en el reino voltaico, los dioses de la madrugada nos contábamos por decenas: Le Grenier, siempre creyéndose de muy buena familia con su acento francés pero dueño de la receta más castiza de bocatas que jamás se haya visto en este callejón; el Baccara, con ese toque de sofisticación suiza (aunque un poco exagerado para mi gusto) que no se cansaba de presumir; Los Argentinos, del que brotaba una marea de tangos en lunfardo entre el cual naufragaban las parejas hechizadas por los acordes del bandoneón; The Blue Note, con su melancolía de viejo, su aire nostálgico era como una eterna noche de luceros a las orillas del Mississippi y, a lo lejos, como un espectro difuso, la mirada sempiterna de Quijote, tan austero e inmortal, el único e ingenioso hidalgo.
Las ondas de los vibratos camuflaron, sin proponérselo, el estruendoso avance de las botas ¡tap, tap, tap! Una oruga colosal estaba al acecho y nadie la oyó venir ¡tap, tap, tap! La luz que se filtraba por la rendija de entrada a este refugio desapareció eclipsada por la mole sideral de cascos y armas. Un grito silencioso de indignación rasgó las tinieblas en el cielo y la perplejidad descendió de los jirones hasta posarse en los rostros de los que allí estábamos. Una orden castrense
relampagueó por sobre las cabezas expectantes hasta impactar contra una ventana multicolor, esparciendo cristales de represión sobre el suelo. Luego, solo fue bruma, polvo y confusión…
Nadie había traído paraguas para la lluvia de culatazos que cayó esa noche, pues a todos les cogió por sorpresa. Culpa del hombre del clima quien nada había dicho al respecto en el telediario. Yo no lo sabía hasta que lo presencié en ese instante, pero bajo el reflejo de la luna los fusiles adquieren un aura de sacralidad que te embarga de temor reverencial, una fuerza intangible que curvó los muros de aquel estrecho pasaje, imprimiéndolo en mis recuerdos de corriente alterna como un espacio mucho más ancho de lo que realmente es. Supongo que esto será lo que llaman la fuerza del Estado, ese espectro constitucional que vaga por las calles de España ocupando hasta el último recoveco donde se requiera la presencia de la Ley.
Una fila para nacionales y otra para extranjeros, así se podría traducir el escándalo a la lengua correcta. Ni la inmunidad diplomática puede salvarte cuando te atrapan in fraganti cometiendo el delito más abominable de todos: amar diferente a como lo hace la mayoría. Los segundos se arrastraban paquidérmicos en aquella torre de Babel que ardía en ruegos de piedad con llamas húmedas por las lágrimas políglotas en sueco, italiano o portugués que inundaban el suelo y hacían resbalar a la inestable autoridad.
Finalmente, las tumbas portátiles rugieron desde el exterior. Era la señal para el inicio del último acto de la velada. Impotente desde las alturas, vi una multitud errante de tinieblas sin chispa vital que se apelotonaba hacia la salida. Primero conté decenas y desistí cuando llegué a las centenas. Fui testigo de todas sus noches, desde la primera hasta aquella misma, y por ello sabía que eran inocentes de lo que fuera que les imputaran, pero nada podía hacer para ayudarles, entonces decidí seguir brillando, e incluso ahora con mayor intensidad. Quería que mi luz fuera un faro de resistencia que les guiara entre la espesura de la arbitrariedad. Cargaron al último, aceleraron y se perdieron en la inmensidad de la Málaga noctámbula. Yo me quedé a solas con el resto de la banda en un mutismo sepulcral que forzosamente nos hacía cuestionar si lo que acabábamos de vivir había sido real o si simplemente se trataba de un delirio colectivo provocado por los ardores veraniegos.
Algo se quebró ese día y los pedazos nunca nadie sería capaz de volverlos a unir. Los días pasarían tras el espejismo de una extraña normalidad que ocultaba una ineludible verdad: empezaba una larga y agónica debacle, luego de la cual solo los recuerdos quedarían. Uno a uno, mis compañeros fueron desvaneciéndose, clank tras clank. La sinfonía del fin que hoy escucho una última vez.
Yo también creí que la música nunca pararía, que bailaríamos hasta la eternidad al compás inagotable de la autenticidad, quise creer, tal vez ingenuamente, que aquí nunca nos encontrarían, que éramos los guardianes de este eufórico búnker donde las caretas caían con el atardecer y podíamos ser quienes realmente éramos.
Clank, clank. Ahí va mi último vatio hormigueando hacia afuera, mientras la oscuridad se desliza hacia adentro…
EL PARAÍSO PERDIDO DE TORREMOLINOS
Joaquín Pereira
No me dejaron recoger mi bolso con mi maquillaje. Me sacaron del bar Tony’s sin mediar palabra. Me arrastraron por la calzada y me metieron en un furgón. De nada me sirvió ser hijo de un alto funcionario de Torremolinos. De hecho creo que esa fue la razón de la redada en el Pasaje Begoña, aquel el 24 de junio de 1971.
Como no tenían un local donde apresar a tantos maricas juntos nos depositaron en una calle que habilitaron para ello: los guiris de un lado y los locales de otro. De los más de 300 retenidos, 114 acabamos arrestados.
− ¿Cuál es tu nombre? –me preguntó uno de los policías.
− Lilith –le respondí con una sonrisa que intentaba ser seductora.
− No te pregunto por tu nombre de puto, quiero saber el nombre con el que te bautizaron
cabrón.
− Luisa –le dije sin sonreír.
− Como eres maricón. ¿Luisa o más bien Luis? Menudo palomar hay aquí. Esto se arreglaba pegándoos un tiro en la sien.
Ese día perdimos lo que era un lubricado oasis de libertad sexual en medio de la sequedad del estado franquista. Pero ustedes se preguntarán cuándo fue el génesis de ese paraíso. Yo se lo pregunté una noche al barman del Tony’s. Buscó entre las botellas y sacó un recorte de prensa que conservaba enmarcado y me lo mostró. Se trataba de una hermosa mujer que tomaba el sol en la playa en top less. Volteé el retrato y leí una inscripción: Gala, abril 1930.
Se trataba de la amante de Salvador Dalí, que para ese entonces aún era la esposa del poeta surrealista Paul Éluard. Venían de Barcelona y tras tres días de viaje decidieron descansar en la playa de La Carihuela. Mientras Dalí sacaba sus lienzos y pinturas, Gala decidió exhibir sus pechos al sol ante los marengos de la zona, como una par de manzanas jugosas. Con ese gesto inspiró la libertad sexual no sólo de España sino del mundo. Por eso es que había tantos extranjeros en aquella desgraciada noche de la redada. Eran polillas que huían de la oscuridad, atraídas por la flama que encendió Gala y que aún se mantenía encendida en Torremolinos.
Al día siguiente me llevaron a la comisaría de Málaga y luego al juzgado. Durante horas me insultaron y golpearon. Hasta que por fin me aplicaron la ley de vagos y maleantes.
¿Qué generó tanta violencia en lo que hasta entonces era un espacio para el amor libre?
Ese mismo año John Lenon crearía Imagine, su famoso himno pacifista. Me gusta pensar que se inspiró en Torremolinos, cuando lo visitó en 1963 junto a Brian Epstein, el “Quinto Beatle” y mánager gay de la banda de Liverpool. Ambos se sentarían frente al paseo marítimo para ver pasar a los muchachos:
− ¿Cuánto le das a ese John? –le preguntó Brian señalando a un joven desnudo que salía
del mar.
− 7. ¿Y cuánto le das a aquel? –Siguió el juego John sin preocuparse por lo que pensara su querida Yoko.
− Ummm… ese es un 10 –respondió Brian.
Soporté las vejaciones que sufrí por parte de los funcionarios de las cárceles de Malaga, Ocaña y Badajoz -por las que me trasladaron- tarareando los temas de The Beatles. Durante las noches miraba el cielo tras los barrotes y trataba de consolarme al pensar que por nuestro particular pasaje durante años se observaron varias estrellas fugases: Ava Gardner, Marlon Brando, Grace Kelly y Rainiero, Elizabeth Taylor… Sara Montiel.
Recuerdo la primera vez que visité el Pasaje Begoña. Entré al bar The Blue Note y me recibió el melancólico sonido de un piano. Quería saber quién producía esa música y me topé con las manos traslucidas de una mujer. Se trataba de la dueña del local, Pia Beck, la mejor pianista de jazz del mundo y pionera en el activismo lésbico. Llegó en 1965 a Torremolinos -junto a Marga, su gran amor- donde estableció su refugio.
Luego de cincuenta años regreso a mi querido Pasaje Begoña. Algunos lo recordarán como el sitio donde los turistas buscaban las cuatro “eses”: sun, sea, sand, and sex. Para mí fue un paraíso en el que nos sentíamos libres para amar sin miedos ni prejuicios. Quiénes me ven pasar ahora creerán que sólo soy un abuelo. No sabrán que fui alguna vez aquel joven Luis que durante la noche se vestía de Lilith para ser feliz.
Hasta que ese 24 de junio de 1971 me expulsaron del paraíso.