Ilustración cedida por Juan Antonio Fra Medina.
Javier Postigo Martínez.
Dice la Revista Vanity Fair, en su artículo sobre este emplazamiento, del 24 de junio de 2019 (o lo que es lo mismo, 48 años después de la redada que tuvo lugar en el Pasaje) que esta intervención de las autoridades franquistas acabó con más de 300 personas detenidas, en lo que califica como “uno los ataques contra la libertad sexual más graves del pasado siglo”, iniciando el declive y la decadencia de la que podría ser considerada entonces como “La Joya de la Corona” de Torremolinos y de la Costa del Sol, por la que hasta ese momento habían pasado celebridades de talla mundial y, quizá su colectivo más ocultado por lo que representaban en aquella época: personas cuya única intención era amar en libertad.
Pero la relevancia de este episodio puede ser vislumbrada desde dos vertientes distintas: el punto de vista “habitual” en el que podríamos incluir la perspectiva de la reivindicación contra la represión de los derechos individuales, y la que nos ocupa: la negación. La negación de una realidad, de la libertad de expresarse, de sentir, de amar… en definitiva, la negación de ser persona en toda su extensión.
La llegada de la policía urbana al Pasaje, con sus uniformes grises y cuero negro, armados con metralletas para agredir en el alma a todas aquellas personas que allí se encontraban, como si de asesinos se tratase, supuso un intento de aplastar la diversidad, la tolerancia, el respeto al que piensa diferente, bajo el peso del miedo… y lo consiguió, aunque el camino no fue sencillo.
El primer concepto que deberíamos tener en consideración es el de “seguridad”. La seguridad es una de las necesidades que Maslow plantea en su pirámide de cinco niveles que la persona va intentando satisfacer a desde la base y escalando hasta la cima. En este orden, las necesidades serían:
- Primer nivel: necesidades fisiológicas (alimento, descanso, sexo, respiración…)
- Segundo nivel: necesidades de seguridad (seguridad física, de empleo, moral, familiar, salud, propiedad privada)
- Tercer nivel: necesidades de afiliación (amistad, afecto, intimidad sexual)
- Cuarto nivel: necesidades de reconocimiento (autorreconocimiento, confianza, respeto, éxito)
- Quinto nivel: necesidades de autorrealización (moralidad, creatividad, espontaneidad, falta de prejuicios, aceptación de hechos, resolución de problemas).
Para intentar explicar la relevancia del enclave al que estamos haciendo mención a lo largo de este artículo, deberíamos retrotraernos a la sociedad española de los años 60 y 70. De acuerdo con Viñas (s.f.) habría que señalar lo obvio: la dictadura “se encontraba íntimamente apoyada en último término por el Ejército y la Guardia Civil y se subordinaron todos los resortes represivos del Estado franquista, de tal manera que los militares siguieron actuando, hasta el comienzo de los años sesenta, como la principal jurisdicción en materia de delitos calificados de político-sociales”. Por su parte, Arnabat Mata (2013) señala que el procedimiento del enjuiciamiento militar del franquismo, según Serrano Suñer, era el de la “justicia al revés”: justicia donde todos los acusados eran culpables si no se demostraba lo contrario. Si este tipo de justicia se vincula a la que Terrasa Mateu(s.f.) denomina “defensa social” aplicada por el franquismo (donde el delito era reprobable tanto por ir contra una norma penal como por la norma social y que en cierto momento llega ser una conducta delictiva en ambos términos normativos: va contra el ideario mayoritario de la sociedad española, y después se materializa en las leyes de Peligrosidad Social y la de Vagos y Maleantes) tenemos una combinación explosiva para todas aquellas personas consideradas por el régimen como “peligrosos sociales”.
¿Pero cómo se llega a esta situación? Robledo Díaz, según Terrasa Mateu (s.f.) sostiene que las instituciones sociales refuerzan los conceptos como el de salud, enfermedad, y la homosexualidad como estereotipo del hombre malo, marginado y afeminado que realiza prácticas sexuales insalubres y que se van incorporando a la familia junto a las convenciones tradicionales (entorno social donde prima lo que podría ser llamado el “heteropatriarcado”), y esto podría vincularse a otro elemento esencial en la evolución legislativa, la denominada “política criminal”.
La política criminal, atendiendo a las afirmaciones de Díez Ripollés, en su artículo “El papel epistémico de la política criminal en las ciencias penales: la contribución de v. Liszt” (2018) podría definirse como “un saber práctico cuyo objetivo es diseñar y poner en práctica una estrategia sistemática y eficaz de lucha contra el delito mediante la intervención estatal. No es, por consiguiente, un saber teórico, por más que se sirve, de hecho, precisa de determinados conocimientos empíricos para desarrollar su pretensión” y la cual, según Ruiz Padilla (2018) ha sido fruto de un complejo fenómeno social, pues, en estas decisiones también participan otros actores que indirectamente (la sociedad en su conjunto, medios de comunicación, congregaciones religiosas, etc.) crean opinión y presionan a favor o en contra de alguna política criminal determinada, y por consiguiente de dicha iniciativa legislativa.
¿De dónde surge, entonces, esta política criminal? De la percepción de seguridad que tiene la población y ésta a su vez, está íntimamente vinculada con la ideología, el miedo, y la moralidad: el aparato del Estado dominaba la publicidad, los medios de comunicación, la educación… bajo unos valores morales que, sin entrar en juicios al respecto, por imponerlos sin admitir ningún tipo de crítica, perdieron cualquier posibilidad de ser mínimamente justificables. Así, por necesidad de autoprotección (física o de los propios ideales), no se cuestiona ninguno de estos preceptos y, se llega a denunciar al vecino o al familiar por múltiples razones o justificaciones que no dejan de ser espurias. Surge entonces en nuestro pensamiento la figura de Echalecu (Bandrés, Llavona y Zubieta, 2013), representante de España en la Comisión Internacional de Policía Criminal con sede en Berlín durante la II Guerra Mundial, obteniendo múltiples condecoraciones y reconocimientos tanto del gobierno nacionalsocialista alemán como del régimen. Este propuso su modelo de Psicobiología Criminal que posteriormente usarían los nazis para lograr limpiar la raza (también utilizada por el Régimen) de las tres principales amenazas: los “minderwertig” (“de calidad inferior o defectuoso”) y cuyo grupo lo componían judíos, gitanos, etc.; los “lebensunwert” (“no merecedores o dignos de vivir”) arios aquejados, principalmente, de enfermedades mentales; y los “gemeinschaftsfremd”, (“asociales”), que a pesar de no padecer psicopatologías eran rechazados socialmente por delinquir o llevar un estilo de vida inaceptable: vagos, mendigos, reincidentes, pervertidos, homosexuales, travestis, etc. La solución para este “problema social” pasaba por tres vías según los mismos autores: la reclusión indefinida, la esterilización o el exterminio directo. Y aquí es donde la Psicobiología Criminal produjo el cambio de opinión y la polarización sobre el colectivo LGTBIQ+, pues bajo el paradigma de la supuesta ciencia, establecieron una comprobación científica que la delincuencia y el comportamiento “antisocial” de estos sujetos era hereditario (por lo que aboga por la eugenesia).
Así pues, ¿qué supuso el Pasaje Begoña? Como una “isla de libertad” situada en mitad del océano represivo del Régimen, fue un lugar cálido donde todos encontraban la satisfacción de alguna de sus necesidades: fisiológicas, por ejemplo, para aquellos que suponía un lugar donde poder mantener encuentros sexuales prohibidos por la ideología dominante; de seguridad para aquellos que encontraban el sustento trabajando en sus locales o familiar en aquellos casos en los que tras ser repudiados por su familia considerasen como tal a sus amigos o “contactos habituales”; la seguridad física también puede ser tenida en cuenta si se entiende que hasta el momento de la redada, el Pasaje Begoña podía ser considerado un “espacio seguro” para todo el colectivo LGTBIQ+ y que ese espacio seguro está íntimamente vinculado con la salud psicológica, pudiéndolo considerar como una válvula de escape. A partir de este tercer nivel es cuando, las necesidades comienzan a ser visibles, a pesar de que suelen pasar desapercibido. En cuanto a las de afiliación, hay que tener en cuenta que en este lugar se concentraban aquellas personas con las que se tenía algo en común que debía ser llevado con entera discreción fuera de aquel espacio, lo que dificultaba la posibilidad de tener cualquier tipo de relación amistosa, afectiva o sexual. Esta última puede observarse dentro de los procedimientos judiciales incoados de oficio por la policía por “delitos de homosexualismo” cuando fueron sorprendidos por la noche en playas y otros lugares (donde trataban de ocultarse de la vista) manteniendo relaciones sexuales, que recordemos no sólo estaban mal vistas sino prohibidas y penadas con prisión e incluso terapias de electroshock. En cuanto a las necesidades de reconocimiento son las menos obvias y visibilizadas, y es quizá el espíritu del propio Pasaje (y lo que derivó en su éxito) el que las satisfizo durante tantos años pues era el lugar donde todo el mundo era libre para ser quien quisiera ser, sin miedo, y pudiendo sentirse parte de una comunidad, un grupo de “iguales” que tratan con respeto a la persona, por ser quien fuera y no por cómo fuera o con quién compartiera su almohada. Por último, las de autorrealización son las más visualizadas, las que son seña de identidad y que también contribuyeron en gran medida al gran desarrollo del Pasaje y a que tantas personalidades del mundo de las artes pasaran por él: era un fiel reflejo de una moralidad positiva y carente de prejuicios, rebosante de espontaneidad y creatividad.
Por todo ello, con el fin del Pasaje Begoña, no sólo perdieron aquellas personas que tenían sus negocios en él, o aquellas personas que lo frecuentaban y que podían respirar tranquilamente, aunque fuera de manera momentánea. Con su cierre perdimos todos: perdimos un modelo de convivencia carente de prejuicio, de cultura, de afectividad. Perdimos un ejemplo de tolerancia para el mundo, retrocedió en el tiempo un emplazamiento que se situaba en el futuro. ¿Por qué? Porque (casi) nadie se para a observar lo que desconoce. Lo desconocido se teme, y lo que se teme en vez de investigarlo hay que prejuzgarlo y etiquetarlo bajo el velo moral (del libertinaje que no de la libertad) y aplastarlo.
Javier Postigo Martínez
Profesor de Seguridad Privada del Área Socioprofesional.
Psicólogo Jurídico Forense y Titular de Intervención en Catástrofes, Crisis y Emergencias